Introducción
Antes que nada, nuestra posición feminista particular nos obliga a realizar las siguientes advertencias: primero, y lo menos importante, es que como toda cosa escrita aunque en diferentes intensidades, el presente texto está construido desde varias voces, no necesariamente todas coherentes entre sí, a pesar de que eventualmente sólo fueron necesarias dos manos; no espere sacar de aquí una teoría o un sistema (y desconfíe de cualquier teoría, de la misma manera en que desconfiábamos de nuestras reinas y reyes cuando no iban a la guerra junto a nosotras). Segundo, y tal vez lo más importante, aquí el plural masculino dejará de denotar universalidad (el Hombre, ‘Nosotros, la humanidad’) y el plural femenino dejará de denotar un particular (diremos ahora ‘la Mujer’, ‘Nosotras, la humanidad’ como plural, cuando sea el caso). Nos parece apenas lo justo.
Bien, lo que está a punto de leer es un brevísimo relato sobre los puntos más inquietantes, al menos para nosotras, de algunas luchas conceptuales y malentendidos –previamente conocidos como debates y querellas argumentativas– entre el mal llamado “feminismO de tercera ola” y prácticamente el resto de la atmósfera política mainstream actual. En este relato, pues, nuestro propósito es mostrar hasta qué punto las críticas más sostenidas al fantasma del feminismo de tercera ola (conocida entre sus menos articulados críticos como ‘feminazismo’) es en realidad una mezcla más bien rancia y podrida entre, por un lado, las críticas que el viejo marxismo testicular le hizo al recién nacido movimiento feminista (y, digamos, a pesar del propio Marx); y por otro lado, las críticas que el liberalismo, más o menos de manera uniforme, siempre le ha hecho a los movimientos sociales revolucionarios en general y sin importar realmente en qué términos se pongan, si de clase, raza, género, sexualidad, etc. De ambas críticas queremos señalar lo mismo: no sólo son bien pobres ahora, y en sus propios términos, tal como lo fueron en el siglo XIX con el naciente movimiento feminista, sino que ni siquiera alcanzan a rozar la superficie de lo que consideramos los verdaderos conflictos que se abren en el variado conjunto de (post)feminismos actuales que tan incorrectamente se les califica, sin más, con términos como ‘el nuevo feminismo odia-hombres’, ‘el feminazismo’, ‘el feminismo misándrico’ que, en cualquier caso, comportan una connotación antónima y negativa frente a otros supuestos feminismos, siempre anteriores en el tiempo y más justos con la causa, más razonables o efectivos.
Históricamente, por supuesto, el feminismo ha bebido teóricamente de ambas latitudes, las comunistas y las liberales, sin detenerse allí. Como feministas, le debemos muchísimo a estas dos tradiciones de pensamiento político pero, claro, esto no significa que el feminismo sea simultáneamente comunista y liberal, o que el feminismo necesite afirmarse con el apellido de comunista o liberal para ser feminismo. De hecho, parte de las críticas a las que nos referiremos aquí tienen en común la idea de que el feminismo debería serlo solamente bajo el amparo de uno u otro lado del espectro. Y es que, al menos en términos económicos muy básicos, el comunismo es el antónimo del liberalismo. Así que no debería sorprender si, a través de esta exposición, queda claro que el feminismo puede ser puente entre ambas tanto si es lo único que comparten como si se considera el enemigo común.
Críticas espurias al feminismo
El feminismo divide la lucha anti-capitalista al priorizar la lucha de género sobre la reivindicación de clase.
Como abre bocas, algunas ‘progres’ de izquierda nos traen la suposición de que el feminismo se enfoca demasiado en los problemas de las mujeres, provocando fracturas en la izquierda que nos quiere libres y locas en un mundo post-capitalista. Hay que decir que aunque las marxistas testiculares fueron las primeras, en el ala izquierdista, en usar esta crítica, no son las únicas. Desde los movimientos anti-racistas hasta las reivindicaciones de disidencia sexual, por todos lados sale a relucir la réplica de que las mujeres se preocupan mucho de sus propios problemas. Sin embargo, y volviendo al caso marxista, no terminamos de entender en qué sentido preocuparse por la brecha salarial, o por la falta de reconocimiento de las labores domésticas como trabajos salariales, o de la feminización/masculinización de las profesiones replicando las estructuras discriminatorias en ambas dinámicas, etc., son críticas feministas que se desentienden de la crítica marxista a la economía política. Tampoco terminamos de entender, junto con Nancy Fraser y otras feministas de corte marxista, cómo exactamente las demandas por la redistribución harán frente a la demandas por el reconocimiento. La crítica de que el feminismo prioriza las luchas de género sobre las luchas de clase es, en primer lugar, una crítica que se desentiende completamente de los desarrollos que el feminismo ha añadido al análisis marxista del capitalismo y, en segundo lugar, una crítica que no explica la mera diferenciación entre luchas de clase y de género y del porqué de la necesidad de dicha diferenciación.
Tal vez será necesario recurrir a ejemplos concretos para entender la relación entre género y clase. Imaginemos por un momento las relaciones de opresión de un asalariado hombre y una asalariada mujer promedio. Carlos, nuestro asalariado, seguramente tendrá que levantarse bien temprano para coger el bus que lo llevará a su lugar de trabajo, digamos, una curtiembre apestosa y fatigante. Como es de esperar, Carlos está casado con una mujer, Sandra, la madre de sus tres hermosos hijos y la encargada de alimentarlos y darles buena educación. Sandra hace el desayuno a su marido y a sus hijos mientras Carlos se echa los cuatro baldazos de agua fría en el patio, se viste y arregla. Carlos desayuna, besa en la frente a sus hijos, en la boca a su esposa y sale a trabajar. Llega a casa, como siempre, muy tarde, cansado y con unos pocos pesos en su bolsillo. Llega esperando que su esposa lo consienta tanto en el comedor como en la cama, y que los niños no lo molesten mucho para poder descansar y seguir el mismo ritmo laboral de siempre al otro día. Ahora cambiemos un poco los roles y digamos que Sandra trabaja también. Como es muy raro que en una familia colombiana de clase media-baja el hombre de la casa sea un amo de casa, suponemos que Carlos, marido de Sandra, sigue trabajando en la misma curtiembre. En esta nueva situación Sandra tiene que levantarse mucho más temprano que Carlos, pues ahora no sólo tiene que hacer el desayuno para su familia sino que ahora tiene que bañarse y arreglarse (maquillarse, plancharse el cabello, etc.) para trabajar en las nuevas oficinas de la empresa de cueros en la que trabaja su marido como ‘la señora del aseo’. Sandra llega a casa igual de tarde y cansada que su marido, pero a diferencia de él, su día no termina con sólo llegar al hogar: debe enterarse de lo que sus hijos hicieron en la casa de la vecina, que hace el favor de recogerlos del colegio y cuidarlos mientras ella y Carlos llegan; debe hacer la comida (bueno, en realidad debe re-calentar la comida) para su familia y hacer el aseo y servicios domésticos generales requeridos; y además debe aguantarse la cantaleta de su marido porque desde que empezó a trabajar toda la casa se ha ido al traste y su poca autonomía económica despierta celos en Carlos. Ciertamente la peor parte es tener que aguantarse la arrechera de su esposo cuando llega borracho los fines de semana. Ni hablar de los momentos en los que ella debe tragarse su miedo al ver que él está ahora quitándose la correa para algo más que sólo bajarse los pantalones.
En una imagen tan reprochable como común como la que acabamos de presentar se muestran varios factores que no son considerados dentro de esta crítica marxista al feminismo. En primer lugar, hay unos factores económicos que pesan más sobre la señora que sobre el señor, justamente en razón de hábitos sociales machistas, como asumir que es ella y no él la que debe asumir, además de las responsabilidades en el trabajo, las responsabilidades domésticas, o el simple hecho de que sus responsabilidades como esposa y como madre no son o no deben ser contempladas dentro del régimen salarial (¿cuántos días de vacaciones le reconocemos a nuestras madres por todo el trabajo de hogar que no debían hacer – solas – y que sin embargo hicieron, por ejemplo?). En segundo lugar, hay unos factores de género que particularizan la experiencia opresiva de ella en comparación con la experiencia opresiva de él y que no se resolverán mediante reformas económicas. Por ejemplo, lo más probable es que ella, y no él, padezca de múltiples formas de acoso sexual en el trabajo y en el camino hacia su casa; no esperamos que Carlos sea el padre y el esposo ejemplar por las intrincadas relaciones entre la clase y la educación, pero sí esperamos que Sandra sea la esposa pasiva y la madre devota porque su conexión natural con la maternidad y con el cuidado del nido trasciende cualquier análisis económico-político. La pregunta a las marxistas, en esta línea, sería ¿en qué sentido el reclamo feminista a los hábitos sociales machistas, en tanto que reproducen formas de desigualdad dentro y fuera del ámbito económico, son reclamos divisorios de la lucha anti-capitalista? Mejor dicho, ¿en qué momento la crítica feminista, tal como la hemos reconstruido, es pro-capitalista o sostiene una posición neutra frente al sistema económico-político vigente? ¿Decir que la redistribución no garantizará que desaparezca el acoso sexual en el trabajo es una afirmación pro-capitalista o neutral? Más bien lo contrario: el feminismo que se preocupa por la brecha salarial, por la falta de reconocimiento del trabajo doméstico e, incluso, el feminismo que se preocupa por la autonomía total del cuerpo femenino es un feminismo que se complementa con el proyecto de disolver las distinciones de clase. Una podría llegar a pensar que el feminismo, de hecho, da un paso más allá que el marxismo cuando agrega que la lucha de clases no sólo es una lucha que se ha constituido históricamente como una de pobres contra ricos, sino de hombres contra mujeres.
De los derechos fundamentales de la mujer a la censura de lo políticamente incorrecto
Al feminismo se le acusa desde su nombre: ¿por qué se llama feminismo y no, por ejemplo, ‘igualitarismo’, ‘humanismo’ o, como les hemos escuchado decir a algunas, de dónde sale la necesidad de etiquetar lo que parece ser una actitud apenas humanamente decente, como tratar a todos los seres humanos con igualdad de derechos? ¿No será que las feministas buscan imponer su agenda personal en lo que, en principio, sólo debería ser la buena conciencia de todo el mundo? ¿No es así como iniciará la primera fase de dominación mundial matriarcal según la cual todos los machos estarán en campos de concentración únicamente para trabajar y donar semen? Esta crítica se puede responder de muchas formas, pero lo que nos produce curiosidad son las premisas en las que se apoya: no tanto que el feminismo sea en realidad un movimiento de conspiración mundial anti-hombres (tristemente hay ‘personas’ que realmente creen en conspiraciones ginocéntricas, como los MGTOW, los MRA’s y algunos círculos de mujeres anti-feministas) como la idea de que ser feminista es el intento de monopolizar el concepto de ‘buena persona’ o la idea de lo ‘políticamente correcto’ sobre la idea de la igualdad de género y sus múltiples consecuencias. Sin embargo, literalmente sólo se requiere poner la palabra “feminismo” en el buscador de Google y hacer click en ‘buscar’ para leer la siguiente definición dada por el mismo motor de búsqueda:
“Doctrina y movimiento social que pide para la mujer el reconocimiento de unas capacidades y unos derechos que tradicionalmente han estado reservados para los hombres.”
Las itálicas enfatizan la carga histórica que le ha sido legada a la etiqueta de ‘feminismo’, a saber, la de pensar y transformar los términos de una lucha que históricamente ha privilegiado a los hombres sobre las mujeres. Si se llamase ‘igualitarismo’ o ‘humanismo’ perderíamos de vista que la balanza de la justicia social ha estado históricamente a favor de los hombres. De hecho, usualmente las personas que instan a llamar al movimiento con nombres que invisibilizan la clara asimetría de género son las primeras en querer demostrar que tal asimetría no existe. Obviamente, tratar de negar el claro desprecio a lo femenino en nuestras formas de vida es tratar de tapar el Sol con el pulgar. Una manera pedagógica de mirar las formas como solemos despreciar lo femenino es acudiendo a nuestra propia educación primaria: ¿cuántas deportistas, artistas, guerreras, científicas de toda clase, filósofas, líderes políticas, en fin, cuántas mujeres en posición de cambiar el mundo conocemos en comparación con el número de hombres que conocemos en todas esas áreas? Ciertamente conocemos muy pocas o, al menos, muy pocas frente al número de hombres. Ante esta situación hay dos hipótesis y una regla de razonamiento muy sencilla que nos permite decantarnos por una de las dos: la primera hipótesis es que las mujeres son, por esencia, inferiores a los hombres y que en razón de esa inferioridad natural se explica su poca incidencia en la historia, de modo que decimos que no hay filósofas en la Edad Media porque las mujeres son muy tontas para pensar el Ser o que, en últimas, si una mujer logra algo es porque era excepcionalmente inteligente, tal como un hombre corriente; la segunda hipótesis es que las mujeres han sido históricamente consideradas como seres humanos incompletos, de segunda clase o como seres humanos en algún sentido inferiores a los hombres (muchas veces rebajadas al mismo nivel que los animales), por lo que en razón de dicha consideración discriminatoria se explica la poca influencia que las mujeres han tenido en la historia, pues, al igual que las locas o las negras en la Europa medieval, si no eres ni legalmente bienvenida en una universidad, una asamblea pública o una escuela de arte difícilmente se puede decir que tengas poder para cambiar las cosas. La regla de razonamiento que nos permite decantarnos por la segunda hipótesis es considerar hasta las últimas consecuencias la primera hipótesis: si las mujeres son inferiores por naturaleza, ¿cómo explicamos que desde el siglo XVIII en adelante el número de ingenieras, filósofas, científicas, deportistas, artistas, líderes políticas, etc. haya aumentado drásticamente? Aun más, ¿cómo explicamos el paralelismo entre el surgimiento de las luchas por la emancipación social desde los focos históricos de la Revolución Francesa y la Independencia de Estados Unidos con tal incremento de mujeres en la historia reciente? ¿Será que en algún momento de dichas revoluciones desarrollamos las condiciones biológicas que incrementaron la inteligencia de las mujeres, haciendo que ya no sea la excepción sino la regla? Y si fue así, ¿por qué los hombres no parecen ser aún más inteligentes que las mujeres, es decir, por qué no persiste la brecha de poder sino que antes bien se ha reducido (aunque persista)?
La primera hipótesis sencillamente no puede explicar un hecho simple: que fue cuestión de cambiar ciertas estructuras sociales para mostrar que las mujeres son capaces de las mismas cosas que los hombres. Justamente este es el argumento central de Simone de Beauvoir en el Segundo Sexo contra la discriminación femenina: lo femenino se ha construido como el sexo débil e inferior sólo por las condiciones sociales que se han mantenido a lo largo de la historia y no por alguna mítica y ficticia condición natural; condiciones que por ser sociales son contingentes, y que por ser contingentes son susceptibles al cambio. Así, la condición de lo femenino está siempre abierta y sujeta a construcción: “no se nace mujer sino se llega a serlo”. El feminismo, entonces, es la manifestación positiva de dicho cambio, enfatizando la posibilidad de lo femenino de cambiar su constitución siempre en favor de su propia emancipación.
Dicho lo anterior, dejemos de lado el asunto de por qué el movimiento necesita llamarse feminismo y pasemos ahora a la cuestión de si el feminismo monopoliza o no actitudes aparentemente neutrales políticamente pero deseables moralmente. Hay varias maneras de responder. En primer lugar, ¿por qué asumimos que ‘reclamar para las mujeres derechos y capacidades tradicionalmente reservados para los hombres’ es la actitud moral ‘default’ de la persona decente promedio? Para nadie es un secreto, por ejemplo, que la influencia cristiana en la política colombiana, primero, siempre ha tenido enorme apoyo entre las masas y, segundo, siempre ha puesto grandes trabas a cosas que en principio apoyaría alguien ‘decente’, como derechos reproductivos básicos para las mujeres (el derecho al aborto libre, seguro y sin condiciones, por ejemplo), la posibilidad del divorcio y del voto, o más recientemente, la creación de rutas de atención diferenciadas para casos de violencia doméstica, entre otros casos. Es decir, sencillamente no es cierto que la gente sea, por default, normalmente decente, “políticamente correcta”, pero ni siquiera es una cuestión de determinar si la gente es en promedio buena o no, sino de mirar que los conceptos por los cuales juzgamos algo como bueno o malo son conceptos ya mediados por nuestra forma de ver el mundo, de modo que lo que consideramos bueno y decente para nosotras no lo será para otras. De manera que, fuera de suponer, de manera terriblemente ingenua, que la gran mayoría de la gente tiene gran conciencia social, que no es el caso, ¿cuál es el afán de separar el feminismo de aquello que consideramos deseable moralmente? ¿No parece un caso clásico de petitio principii (asumir la conclusión como premisa) decir que el feminismo no debería apoderarse de nuestras intuiciones morales siempre que apoyar la igualdad de género sea algo moralmente deseable? ¿O es que acaso reclamar para las mujeres derechos y capacidades tradicionalmente reservados para los hombres es, en sí, una actitud moralmente reprochable, y es en razón de eso que el feminismo no debería presentarse como la Luz de la Justicia Social? Para ponerlo en términos simples: ¿exactamente qué tiene de malo considerar la lucha por la justicia social desde el feminismo? ¿Por qué anglicismos como ‘SJW’ (Social Justice Warrior - Guerrera de la Justicia Social) se usan peyorativamente? ¿Qué tiene de ofensivo luchar en contra de la opresión social?
Como siempre, las críticas de esta clase al feminismo terminan resaltando, en este caso al menos [1], una profunda misoginia: la creencia de que, en el fondo, sí creemos que las mujeres son inferiores. De ahí que cualquier grito, sin importar de dónde salga, y mientras sea un grito femenino, será siempre un regaño fastidioso y nunca una crítica que merece ser escuchada. La crítica de que el feminismo se apodera de todo lo que consideramos moral y políticamente correcto sólo muestra el miedo o la inseguridad de afirmar que la reivindicación histórica que los hombres les deben a las mujeres sí se traduce en una lucha política y moralmente correcta. Es el miedo a admitir que ser misógino sí es incorrecto. Es, o bien la confesión de que nos sentimos incómodas siendo correctas o bien la confesión de que nos sentimos cómodas siendo incorrectas. En esencia, esta crítica es sólo una confesión de mala fe.
¿Feminismo en el Primer Mundo? ¿Para qué?
Esta clase de réplicas atentan contra todas las formas de sentido común una vez aplicadas a casos locales, latinoamericanos, pero se presentan con igual fuerza que las demás críticas más que nada en espacios virtuales, que por obvias razones es un espacio que no sabe de fronteras políticas. La crítica, a grandes rasgos, nos dice que el feminismo es algo así como un fenómeno que debe entenderse sólo dentro del gran fenómeno político de los últimos siglos, el liberalismo. Específicamente, nos dice que el feminismo sólo tiene razón de ser dentro del discurso de los derechos humanos, de modo que tendrá que desvanecerse una vez se hayan consagrado en la ley, y en el contexto de un Estado de Derecho (básicamente una forma de gobierno estatal que se rige bajo la autoridad absoluta de la ley, ciñéndose únicamente en el Derecho como núcleo normativo), todas las formas de igualdad políticas entre hombres y mujeres. Así, el alcance del feminismo se reduce realmente a países en vía de desarrollo o culturalmente ‘atrasados’ con respecto a occidente, como la mayoría de países musulmanes donde la mujer tiene un estatus legal inferior al hombre o casos más específicos como la India, donde la violación a niñas es considerada una epidemia cultural.
Sin embargo, y de manera análoga a la crítica anterior, también asociada con el liberalismo, la mejor versión de este argumento peca por una ingenuidad tan grande que no puede ser simple efecto de la ignorancia inocente, y en su peor versión sólo representa una confesión desgarrada de misoginia. Por un lado, y tratando nuevamente de tapar el Sol con el pulgar, el argumento parece sugerir que los países con una fuerte y estable institucionalidad jurídica, como Estados Unidos o Suecia, por poner ejemplos, son países ‘libres de pecado’ con respecto a las violencias del machismo estructural. Sin embargo, y señalando lo obvio, de acuerdo con la NSPOW (la National Sex Offender Public Website), una herramienta de información pública en asociación con el Departamento de Justicia de Estados Unidos para la prevención de crímenes sexuales, “Aproximadamente, 1.8 millones de adolescentes en los Estados Unidos han sido víctimas de agresión sexual” siendo “el 82% de las víctimas juveniles […] mujeres”. Del otro lado del charco, Suecia ganó en el 2010 el récord de ser el país europeo con más registros de violaciones. Apuntemos más alto: ¿realmente estamos dispuestos a decir, primero, que los países del Primer Mundo no necesitan una re-estructuración social que no reproduzca los mismos hábitos machistas de siempre y, segundo, que la autoridad de la ley por sí sola realmente previene que la sociedad incurra en actitudes machistas o, en general, que produzca cambios culturales?
Como decimos, la ingenuidad en este punto es tan alta que no creemos que sea puro efecto de la inocencia; tanta inocencia no puede ser inocente. Volvamos primero al caso de los países musulmanes y la India: antes que nada, no es cierto que la mayoría de países musulmanes traten a la mujer como una entidad sin autonomía jurídica. El Corán es bastante ambiguo al respecto, e incluso en los países más ortodoxos la relación entre la mujer y el código de leyes es una relación compleja (por ejemplo, mientras algunas personas debaten el lugar de la mujer en la deliberación de la ley musulmana, otras debaten sobre sus antiguos privilegios de propiedad, removidos una vez dichos países entraron en contacto con la modernidad política). A su vez, dentro de la cultura islámica hay una larga tradición feminista que discute la igualdad política de la mujer en el contexto de los valores y la historia del pueblo árabe-musulmán. Por el lado de la India, la ingenuidad de las liberales es tan grande que no logran ver que es un caso que les juega en contra y no a favor: la India es un país que se circunscribe a la carta de derechos humanos y, por lo mismo, considera ilegal la violación y penaliza los crímenes sexuales. Sin embargo, pareciera que eso no tuviera ningún efecto en el hecho de que, efectivamente, dicho país actualmente padece una epidemia de violación a menores sin precedentes. Ahora bien, si trasladamos esta crítica al caso colombiano, es casi una respuesta-reflejo del sentido común decir que la ley no garantiza la justicia, mucho menos la garantizará en materia de igualdad de género, dado que el machismo estructural no sólo es apenas tocado por la ley, sino que en muchos casos la ley misma se presenta como un obstáculo o una rama adicional del machismo para las mujeres. Pero si resulta tan obvia la razón para desechar esta clase de argumentos, ¿cómo es que cala tan duro en la mentalidad de las machitas? Si dejamos de aplicar caridad al argumento todo adquiere sentido: ¿por qué alguien buscaría apelar a la igualdad abstracta de la ley para desmantelar un movimiento que, en su versión más básica, defiende el reconocimiento de derechos para las mujeres que tradicionalmente se han reservado a los hombres? ¿Nos les recuerda esto la fabulosa idea de que el feminismo debería ser más ‘inclusivo’ llamándose, ehm, ‘igualitarismo’?
En ambos casos sucede lo mismo: por mor de la equidad liberal homogénea se disuelven las diferencias esenciales, las heterogeneidades con las que están hechas los tejidos realmente democráticos. Si llamar ‘igualitarismo’ al feminismo termina por invisibilizar el hecho de que han sido los hombres los que han disfrutado el juego político a pesar de las mujeres, el argumento que apela a la ley del derecho universal como el único modo de jugarse lo político es un intento de callar el grito que clama que son las propias leyes del Hombre las que tienen tan sujetas a las mujeres. Aquí se cuela un argumento que, en general, apunta a lo que podría ser la deficiencia más grande de la teoría liberal de los derechos universales, y es la idea, tan desesperadamente denunciada en la obra de Walter Benjamin, de la violencia del Progreso: si el guardia convence al condenado de por vida que algún día lo dejarán salir, el condenado crédulo ni intentará escapar bajo la esperanza de que, algún día, lo dejarán salir. Sucede igual con la actualidad de nuestras políticas: sabemos que la suscripción actual cuasi universal de los derechos humanos no garantiza su ejecución universal, pero seguimos anclados a la idea de que sólo mediante cambios en la ley es que se ejecutarán verdaderos cambios, de modo que ningún cambio verdadero de hecho sucede.
Sobre todo, se nos escapa el hecho de que prácticamente todas las formas de emancipación social, al menos desde la Revolución Francesa y la Independencia de Estados Unidos (y siendo estos dos casos grandes ejemplos de esto mismo) se han dado por fuera, a pesar de los marcos oficiales del poder político y, por decirlo así, a las malas. La historia de la justicia social ha sido una historia que siempre inicia con el desencanto de ciertas secciones sociales, cuyo desarrollo se desenvuelve usualmente con fuerte represión oficial, y dura usualmente –y cuando son movimientos exitosos– hasta que surge un estallido en el corazón de las estructuras tanto culturales como jurídicas de dicha sociedad. Estallido en el que, solo al final, cuando todo ya está dicho, se concreta en leyes y reformas públicas que buscan manifestar el nuevo rostro de dicha sociedad. Vemos cómo en ambos argumentos liberales se dibuja la misma ficción que trata de invertir el orden, usualmente rastreable históricamente, en el cual se desenvuelve la protesta, la desobediencia civil, la indignación pública. Ante estos casos usualmente estamos ante lógicas de abajo-hacia-arriba, de la necesidad de enunciación y diferenciación pura, pasando por la división y lucha social hasta el reconocimiento oficial; rara vez, si es que nunca, el estatus quo se ha mostrado abierto al cambio necesario.
Tensiones abiertas entre feminismoS
Hemos recorrido tres malentendidos (difícilmente son críticas) sobre el feminismo: el primer malentendido versa sobre la supuesta falta de preocupación de las feministas por el capitalismo, el segundo malentendido nos advierte sobre el supuesto exceso de preocupación moral en el feminismo de lo políticamente correcto y, finalmente, el tercer malentendido nos dice que el feminismo actual es un berrinche que no cabe dentro de las sociedades de facto democráticas. Sobre los tres malentendidos debe notarse que hacen referencia a tres conceptos muy distintos y, en cierto nivel, hasta conceptos contradictorios de feminismo. Una de las causas para esto es que asumen, sin más, que existe un solo feminismo, y que sólo existe de la manera que ellas dicen. Así, los problemas surgen cuando cada malentendido, desde su versión malograda de feminismo, trata de defender lo que sí dice y lo que no dice el movimiento, concluyendo en los tres casos que no debería dársele más espacio de ejecución política. Sin embargo, estos problemas se pueden evitar fácilmente tan sólo reconociendo que no hay tal cosa como feminismo, mucho menos el nuevo feminismo, sino simplemente muchos y muy variados feminismoS. Hacemos la advertencia que, tratando de aclarar las razones por las cuales estas réplicas ni buscan apuntar a los verdaderos problemas dentro de los feminismos, hemos acudido a una definición más bien paupérrima de feminismo. La estrategia que usamos fue la de comparar dicha definición, muy vaga y básica, con las definiciones implícitas en las críticas. De este modo buscamos probar que no sólo la definición básica y vaga es suficiente para desecharlas, sino que dichas críticas ni siquiera buscaron problematizar sus aspectos de verdad deficientes. Recordemos:
“Doctrina y movimiento social que pide para la mujer el reconocimiento de unas capacidades y unos derechos que tradicionalmente han estado reservados para los hombres.”
Decimos que es paupérrima por varias razones: no problematiza el binarismo de género hombre-mujer, reduce el problema de la desigualdad al tema del género y las relaciones que el género pueda tener con otras categorías, desconociendo la propia violencia que ejerce el género como categoría normativa y, por último, no cuestiona la naturaleza social y contingente del género ni, por tanto, lo ubica en sus relaciones de poder correspondientes. A continuación trataremos de mencionar brevemente de lo que van estos problemas dentro de los feminismos.
Feminismos esencialistas vs anti-esencialistas
Dentro de nuestras discusiones como feministas son comunes los acrónimos SWERF y TERF, el primero hace referencia a las Sex Worker Exclusionary Radical Feminists, o feministas ‘radicales’ – más bien ‘Reaccionarias’ – que rechazan toda forma de prostitución y pornografía, y el segundo hace referencia a las Trans Exclusionary Radical Feminists, o feministas – reaccionarias – radicales transfóbicas. Ambas formas de feminismo son los más claros ejemplos de lo que deviene un feminismo esencialista o prescriptivo: en ambos casos se trata de feministas que creen, a diferencia de Simone de Beauvoir, que las mujeres y los hombres tienen rasgos naturales, o esenciales que van más allá de cualquier condicionamiento cultural o incluso biológico (como el caso de las intersexuales) y ante los cuales no debería haber ninguna clase de oposición. En el caso de las SWERF’s, éstas creen que hay una manera de comportarse sexualmente que es, a priori, más elevada que otras formas, y usualmente la escala de valores que utilizan se acercan mucho a las de las alas políticas más conservadoras, llegando incluso a considerar, en el peor de los casos, a las prostitutas o a las actrices porno como mujeres de segunda clase frente a las que no lo son y, en el mejor, como las pobres víctimas sin agencia del patriarcado esencialista según el cual los hombres entran en relaciones de dominación opresiva con lo femenino literalmente por definición, y no tanto por un conjunto de prácticas históricamente constituidas. En el caso de las TERF’s, éstas creen que una persona no se convierte en mujer u hombre solamente porque su identidad de género le dicta que es así y mucho menos porque realice la ‘transformación’, sea parcial o total, aplicando el esencialismo de género en toda regla (eres esencialmente el género que te hayan asignado al momento de nacer y toda oposición a ello es una simple desviación que debe ser corregida).
Ambos casos sacan a relucir algunas de las violencias más profundas de las que son capaces algunos feminismos: las SWERF-TERF son tan sólo las contrapartes feministas de los recientes grupos neo-masculinistas como los MGTOW (Men Going Their Own Way – una forma de movimiento separatista masculino que se tomó muy en serio la Friendzone) o los MRA (Men Rights Activists – un grupo de personas que dicen defender los derechos de los hombres pero que en realidad no defiende ni a una sola víctima masculina de abuso), que desde diferentes versiones del discurso emancipador terminan actualizando actitudes profundamente misóginas y violentas: los cuatro grupos mencionados son bastante famosos no tanto por sus reivindicaciones heterodoxas como por sus campañas de bullying virtual, su a veces defensa abierta de la violación como correctivo, y en general su desencarnada y abierta campaña anti-feminista. Sería mejor hablar de ellos como grupos de odio que como movimientos sociales.
Los cuatro grupos no sólo comparten prácticas misóginas y reproducción de hábitos machistas, nos recuerdan lo que sucede conceptualmente cuando esencializamos identidades y prácticas, incluso dentro de premisas feministas: se forman jerarquías de prácticas y de identidad, se forjan normatividades que no obedecen y, por lo mismo, terminan coartando la realidad social. Los MRA’s y los MGTOW defienden roles tradicionales de género y usualmente los justifican desde discursos pseudo-científicos como el supuesto determinismo biológico según el cual la mujer, por tener un óvulo cada 28 días, está programada para ser fiel y dedicada al hogar mientras el hombre, que produce millones de espermatozoides por segundo, está programado para ser infiel y plantar su semilla donde sea posible. Argumentos tan patéticos como estos no se diferencian de los dados por las SWERF’s o las TERF’s, que de igual manera defienden roles tradicionales de género basados igualmente en supuestos determinismos pseudo-biológicos estilo “no puedes ser una mujer porque no naciste con una vagina apestosa.”
Por otro lado, los feminismos anti-esencialistas generalmente se ocupan de desarticular, justamente, las jerarquías rígidas establecidas en la sexualidad y el género, entendidas ahora no como rasgos naturales que merecen ser preservados a como dé lugar sino principalmente como técnicas y tecnologías diseñadas para ejecutar ciertas formas de control sobre el cuerpo biológico-político del sujeto. Así, terminan buscando modos de desarticular la manera en que los binarismos de género y la construcción monolítica de la heterosexualidad, principalmente, se han establecido como hegemónicos y normativos, en los términos insospechadamente políticos de afirmar la mera existencia del ser en el margen o incluso a pesar de las reglas que conforman la normativa social: la disidencia. Se piensa ahora no sólo el ser (recordando que ser siempre es un construirse y ser construido) hombre/mujer, sino también el ser trans-género e incluso el ser pan-género o el ser que se ubica por fuera del género en sí, a-género. A su vez, se trata de cambiar los términos en los que se ha ubicado la construcción monolítica y normativa de la heterosexualidad, la ‘heteronormatividad’, entendida como el imaginario de que la heterosexualidad es la única orientación sexual normal, deseable e incorregible. Una vez abierta esta brecha se despliega un espacio en el que la pura posibilidad se manifiesta en la forma de la pluralidad sexual, como en términos de orientación sexual (bisexualidad, pansexualidad, homosexualidad) pero sobre todo en términos disidentes respecto al sexo en sí (como la asexualidad o la demisexualidad) e, incluso en casos más recientes, en términos disidentes respecto a las meras relaciones afectivas entre sujetos, como el caso del arromanticismo.
Por supuesto, ninguna de las propuestas de los feminismos anti-esencialistas están blindados de crítica. Por un lado, las marxistas tendrían razón si afirmaran con más frecuencia que la proliferación de ‘identidades disidentes’ o ‘identidades desde la diferencia’ no es más sino un síntoma ideológico más del liberalismo que, junto con las más sofisticadas tecnologías económicas-somatopolíticas del capitalismo reciente, buscan aplacar las líneas de fuga de la disidencia de género y sexual mediante los nombres, las firmas y la burocracia de la identificación personal, en sí misma una creación monolítica y estática, como por ejemplo con la ‘victoria’ del matrimonio igualitario en países ‘democráticos’. Para muchas, celebrar estas reformas jurídicas como ‘victorias’ representa sólo la victoria del liberalismo sobre toda forma de resistencia política en tanto que la ‘victoria’, en el fondo, es simplemente la celebración de que lo que antes era una disidencia sexual ahora se introduzca en el violento mundo hegemónico de la burocracia corporativista global conocida como democracia liberal, siendo ahora cómplice de la misma estructura de poder que reproduce el rechazo ante la propia posición disidente (pues no creemos que estemos dispuestas a aceptar, nuevamente, que sólo porque ahora la ley nos permite ser de cierta forma entonces la sociedad instantáneamente estará dispuesta a permitirnos ser de dicha forma. No nos podemos dar el lujo de ser tan ingenuas). Por otro lado, se puede responder diciendo que, si bien hay algo extraño en la forma en que se están entendiendo las nuevas sexualidades y las nuevas expresiones de género, en tanto que parecen intentar articular viejas jerarquías con nuevas formas de deconstrucción, hay que rescatar siempre la capacidad del cuerpo humano de estar abierto al cambio, de pensarse en redes de devenir en vez de en núcleos estáticos de significado. Se diría, en este sentido, que más que afirmarse en una identidad disidente, más bien se trataría de ser disidente experimentando múltiples identidades, de modo que se haría más justicia a la famosa sentencia de Foucault de que más que intentar tolerar a los homosexuales deberíamos intentar devenir homosexuales. En fin, la discusión en este punto es ciertamente fructífera pero, por lo mismo, demasiado abierta para ser tratada en detalle aquí.
Feminismos separatistas vs feminismos post-género
Dentro del debate del feminismo esencialista y anti-esencialista la cosa se complica cuando se trata de formular (o más bien, de reformular) la vieja sentencia feminista de la igualdad de oportunidades frente a los hombres. El problema, en términos simples, consiste en que esta demanda muchas veces requiere cambiarse a la luz de ciertos feminismos pero no de otros. Por un lado, están las feministas que consideran, dentro o por fuera del esencialismo, que los cuerpos leídos y construidos como hombres no deberían, en cierto grado, tener contacto con los cuerpos leídos y construidos como mujeres (estos feminismos se consideran, por esto, feminismos separatistas), porque, nuevamente, bien sea por razones de esencia de género o por razones puramente pragmáticas, consideran que el rol de género masculino se haya ubicado en los ideales tóxicos de la conquista, la violencia, la dominación y defensa del patriarcado, a diferencia del femenino que se ubica en los ideales de la preservación, el diálogo, el cuidado. Junto con ellas podríamos ubicar también a las feministas que consideran que en orden de lograr la verdadera liberación femenina, lo femenino no puede estar atado, ni conceptual ni programáticamente (por ejemplo, en la consigna de tener los mismos derechos que los hombres) con lo masculino, de modo que el separatismo, si bien no necesariamente debe ser físico o material, sí debe serlo a nivel conceptual o en el nivel político: si ser mujer es ser históricamente el sexo débil, re-estructurarlo no puede significar querer dejar de ser débiles añorando el papel de los hombres, como si nos asumiéramos ya en la posición de débiles, más bien requiere aceptarnos de entrada como radicalmente distintas al camino fichado por lo masculino y, así, andaremos realmente libres por un camino realmente nuestro. Así, parecería que se afirmara una verdadera diferencia desde la diferencia.
Por el otro lado tenemos múltiples formas de feminismos integralistas, es decir, que conciben la lucha contra el patriarcado como una lucha en la que todos los cuerpos, sin importar su género, pueden participar. Para muchos de estos feminismos, sino es que para todos, es necesario pensar la lucha más allá del género, es decir, ir más allá de las categorías hombre/mujer e ir más allá de la opresión de los hombres sobre las mujeres. Justamente por este punto es que muchas separatistas no logran conciliar sus demandas con las integralistas. Para las separatistas hay una clara distinción, si no esencialista o natural al menos pragmática y conceptual, entre los hombres que ejercen su control de género mediante el dominio violento de sus privilegios y las mujeres que por tantos siglos de opresión han construido su imagen a partir del sacrificio, la resiliencia, la pasividad y la bondad. Dicha distinción es la que mantiene las violencias de siempre, y por lo mismo debe combatirse, pero la estrategia consistirá, dicen las separatistas, en ejecutar una completa autonomía en el proceso de construcción de identidad femenina, separándose absolutamente de cualquier referente masculino. Para las integralistas la imagen es justo la contraria: si bien esa distinción binaria y violenta es una realidad si no natural al menos impuesta, el punto estaría en luchar en contra del género en sí, y ya no, digamos, de establecer nuevos cuarteles de género para seguir perpetuando la guerra del género. En este sentido, y si bien ambas formas de feminismo pueden ser anti-esencialistas, una de ellas sigue centrando las discusiones frente al género mientras que la otra sugiere salirse por fin de la omnipresencia epistemológica del género para los estudios feministas. Obviamente, la sugerencia de que el género puede ser en sí mismo opresor tiene la desafortunada consecuencia de que hace del feminismo algo más que sólo un movimiento de mujeres y para mujeres, y con ello queda abierta la grave pregunta de si las mujeres tienen algo para sí mismas aun en el feminismo. Por eso podríamos decir que las separatistas hacen una crítica legítima cuando afirman que el feminismo post-género puede aflojar la idea de que el feminismo es un ‘espacio seguro’ para la feminidad. De todas formas, la discusión sobre si el feminismo debería afirmar el género disidente o afirmar la disidencia frente al género tiene tanta historia como la discusión sobre si el feminismo debe defender una esencia de lo femenino o simplemente sugerir el llamado a su re-construcción, y en ambas el hilo sigue hasta la actualidad.
Feminismos, post-feminismos y anti-feminismo
Hemos dicho que las discusiones tratadas en la segunda parte de este ensayo podrían dividirse en dos temas: por un lado, el tema de si el objetivo político del feminismo es pensar y desmantelar la opresión de género o si debería ir más allá. Por el otro, y en cualquier caso, de si debemos entender la lucha del género como una lucha por la reivindicación de una identidad femenina o una lucha por su total deconstrucción. Curiosamente, ambos temas fueron el centro de la epilepsia cultural que inundó a los Estados Unidos de los años 60’s hasta mediados de los 80’s, y que se conoció bajo el flamante nombre de las ‘Feminist Sex Wars’ (las guerras feministas del sexo). Dichas ‘guerras’ internas del feminismo marcaron el desarrollo y posterior muerte de la segunda ola del feminismo, aquella que discutía directamente con las sufragistas, las feministas que heredaron directamente el espíritu de la revolución francesa. Desde la discusión sobre si las trans son realmente mujeres, pasando por la discusión sobre si deberíamos moralizar las actividades sexo-comerciales, hasta la discusión sobre si el feminismo debería apoyar una suerte de separatismo cultural, político o físico entre hombres y mujeres, todas estas discusiones airadas de las Sex Wars dieron varios frutos insospechados: en primer lugar, fueron la llave teórica que le abrió paso a cosas como el feminismo post-estructuralista, feminismos radicales post-marxistas y anarquistas, la teoría queer y/o los post-feminismos… en suma, sirvieron de introducción a las discusiones que actualmente tejen eso que llaman de manera tan peyorativa y, a veces, tan inocentemente, ‘feminismo’ de tercera ola, en la que incluso la rótula de ‘feminismo’ está pendiente a la crítica y a la revisión pero en la que, de todas formas, y atravesando ahora sí cualquier feminismo, siempre está a la vista la necesidad de cambiar el estatus quo. De lograr, en los términos que sea, la verdadera autonomía de lo femenino.
Justamente el objetivo final de este escrito es percatar a las lectoras de que aun en las más acaloradas discusiones, aun cuando estemos en el borde conceptual de si estamos todavía ante el feminismo o si ya cruzamos el límite de lo post-femenino (como a veces parecen sugerir algunas autoras que se buscan más allá del género y del sexo, como el actual Paul B. Preciado), nunca debemos dejar de ser, como diría Butler, feministas en el corazón. La idea es rescatar las intenciones políticas de lo que alguna vez fue el claro programa político de la emancipación de la mujer, como la solidaridad, la prevención de la injusticia y la opresión, sin importar como venga vestida. De nunca perder de vista los afectos políticos que hemos rescatado de todas estas discusiones, aun cuando ‘la emancipación de la mujer’ nos parezca ahora una fórmula tan problemática, ¿pues qué es la mujer y qué es emancipación? Ahora, que no se confunda esta conclusión como el anuncio de la muerte del feminismo, sino todo lo contrario: el anuncio del reconocimiento de que el feminismo es muchos feminismos, regados por aquí y por allá, y que nos queda la responsabilidad de pensar su alcance total, sus posibilidades que, como hemos visto, se nos presentan siempre abiertas y diversas. Sobre todo, nos queda la responsabilidad de reconocer la enorme diferencia entre ser anti-feministas, ser feministas y encontrarnos en el post-feminismo. Podemos ser post-feministas en el sentido de que ahora reconocemos que la lucha se ha actualizado: ya no es sólo la emancipación de la ‘mujer’, sino ahora lo es de la mujer negra, del hombre trans, del indio bi-género, de la muy gorda y el muy flaco, de las que no se deciden y de las que son decididamente, de la asexual y el homosexual, etc. Justamente en el reconocimiento de esta actualización somos, de hecho, las feministas más radicales, las criaturas más sedientas de reparación, justicia, equidad y respeto en la diferencia. Y es especialmente por nuestra actitud siempre auto-reflexiva, crítica y revisionista pero más que nada nuestra aberración por la opresión, que nunca nos afirmaremos como anti-feministas, que nunca caeremos en las trampas dialécticas del machismo y que en esa medida siempre estaremos a la caza de lo que a Foucault le encantaba llamar ‘nuestros fascismos internos’.
[1] Hay críticas parecidas para todo el espectro de las izquierdas contemporáneas. Para los movimientos anti-racistas, por ejemplo, al responder cosas como el #BlackLivesMatter con #AllLivesMatter se termina en la misma lógica que nos tiene aquí: por mor de la igualdad se busca destruir una lucha legítima contra la desigualdad, por ser muy liberales nos volvemos racistas.
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Referencias consultadas
Sobre Suecia y las violaciones sexuales:
http://www.bbc.com/mundo/noticias/2012/09/120915_violaciones_suecia_estadisticas_rg
Sobre el asunto trans y las TERFs: no tienes una vagina olorosa:
http://www.transadvocate.com/sex-essentialism-terfs-and-smelly-vaginas_n_14924.htm
Sobre la epidemia de violaciones a menores en la India:
http://www.bbc.com/mundo/noticias/2015/10/151017_india_violacion_menores_ilm
Datos de la NSOPW sobre asalto sexual en jóvenes:
https://www.nsopw.gov/es/Education/FactsStatistics?AspxAutoDetectCookieSupport=1
Sobre la violencia del feminismo esencialista: el caso de las SWERF’s y TERF’s como grupos de odio:
https://everydaywhorephobia.wordpress.com/2013/08/03/swerfsterfs-the-westboro-baptist-church-of-feminism/
Sobre la pseudo-argumentación de los grupos masculinistas:
https://mensresistance.wordpress.com/female-privilege-checklist/
Sobre los grupos masculinistas como grupos de odio:
http://jezebel.com/no-i-will-not-take-the-mens-rights-movement-seriously-1532799085
Sobre las Sex Wars:
Duggan, L; Hunter, N. D. (1995). Sex wars: sexual dissent and political culture. New York: Routledge.ISBN 0-415-91036-6.